Tropas del espacio (Robert Heinlein)

Publicado el 28 de mayo de 2023, 18:58

Tropas del espacio es, probablemente, la novela más conocida de Robert A. Heinlein, principalmente debido a la exitosa adaptación cinematográfica de los años 90. También es su obra más polémica, puesto que debido a ella ha sido calificado de "fascista" por mucha gente y, según he leído, es en buena parte la causa de que sus obras no se publiquen ya en España, pese a ser uno de los mayores y más influyentes autores de ciencia ficción junto con Herbert, Clarke y Asimov. Una auténtica pena, puesto que Heinlein podría ser o no ser fascista pero, en cualquier caso, lo innegable es que su obra es excelente y, concretamente, Tropas del espacio es una obra maestra.

La novela expone fundamentalmente la misma historia que la película de los 90, pero con algunas diferencias a nivel de trama (con un argumento más profundo) y, sobre todo, con una enorme diferencia de trasfondo. El libro deja la acción en segundo plano y se centra en describir la sociedad futurista imaginada por Heinlein, sobre todo en lo que se refiere a la organización y funcionamiento del ejército.

El mundo de Starship Troopers nos sitúa en la era espacial, con una dictadura militar que mantiene su orden basado en la fuerza y en el reconocimiento de derechos basado en el mérito.  Hay una división fundamental entre la población: los civiles, con derechos limitados; y los ciudadanos, con derechos plenos. El único modo de acceder a la ciudadanía es presentarse voluntario, bajo juramento, al servicio militar por un término de 2 años (a no ser que el gobierno exija más tiempo). Dicho servicio consiste en un entrenamiento durísimo que exige no sólo un brutal esfuerzo físico y mental, sino también poner en riesgo la propia vida para defender el estado y su población. La novela nos pone en la piel de Johnny Rico, un voluntario que se alista a la Infantería Móvil justo cuando la humanidad está en guerra contra los Bichos, una especie muy evolucionada de artrópodos pseudo-arácnidos oriundos del planeta Klendathu, motivo por el cual la muerte (horrible, además) durante el servicio federal es estadísticamente muy probable (aunque también es habitual morir durante las maniobras de prácticas).

Así, Heinlein nos expone una sociedad dominada por una dictadura militar, aunque ésta reconoce derechos, la mayoría no especificados, aunque uno de los que más se menciona es precisamente el derecho a voto (no se concreta qué es lo que se vota -¿ministros? ¿leyes? ¿presidentes del gobierno?-). Si algo se le puede criticar a esta novela es que desarrolla poco el funcionamiento de la sociedad civil y la participación política de los ciudadanos. Lo que sí se describe en profundidad es cómo funciona la Armada, sobre todo la Infantería Móvil, y todo su sistema jerárquico, sus rituales, su ideología y sus métodos, que mezclan la brutalidad (golpes, humillaciones, latigazos como castigo más leve, consejos de guerra con pena capital, etc) con un altísimo sentido del deber y la responsabilidad, que se acrecienta conforme se sube en el escalafón de grados militares. Hay escenas absolutamente sobrecogedoras, como cuando el implacable, duro y desagradable sargento Zim encubre a un recluta que lo ha golpeado para evitar su castigo a latigazos, al entender que es su culpa que aquel recluta no hubiese tenido el comportamiento adecuado, y no culpa del recluta que lo agredió.

Hay muchos capítulos tremendamente buenos que plantean muy diversos aspectos, desde la relación de Rico con sus padres y su propio proceso de maduración (con todos sus conflictos internos, sus dudas, sus sentimientos, etc) hasta el desarrollo de la guerra contra los Bichos, pasando por la exposición de los entrenamientos de la Infantería Móvil, el funcionamiento de los trajes de combate, las referencias históricas al pasado, la reivindicación del honor, el deber y la responsabilidad, etc.

Pero lo realmente interesante de Tropas del espacio, además del buenísimo worldbuilding, es el contenido filosófico que subyace bajo todo ello. Porque, pese a que suele calificarse esta obra como de distopía, al estilo de 1984 o Un mundo feliz, lo cierto es que Heinlein presenta su sociedad futurista militarizada no como una distopía, sino como una sociedad lo más perfecta posible. Y esto se ve no sólo en el hecho de que no hay voces discordantes a los discursos de los personajes que defienden el status quo (las pocas que hay son respondidas con vehemencia o ridiculizadas), sino también en que todo el mencionado contenido filosófico es una entera justificación del sistema.

Las habituales críticas a la democracia de Heinlein toman un cariz mucho más duro en esta novela (crítica que, por cierto, la entronca con una crítica a la teoría del valor de Marx):

 

“Hay una antigua canción que asegura que «las mejores cosas de la vida son gratuitas». ¡No es cierto! ¡Es totalmente falso! Ésa fue la falacia trágica que produjo la decadencia y el colapso de las democracias del siglo XX. Esos nobles experimentos fallaron porque se había hecho creer a la gente que podían votar para pedir lo que querían, y conseguirlo sin esfuerzo, sin sudor, sin lágrimas. Nada de valor es gratuito. Incluso el aliento vital, la respiración, se obtiene en el nacimiento mediante el esfuerzo y el dolor. —Todavía seguía mirándome, y ahora añadió—: Si todos ustedes tuvieran que luchar por sus juguetes como ha de luchar el recién nacido para vivir, serían más felices… y mucho más ricos. Tal como están las cosas para algunos de ustedes, les compadezco por la pobreza de su riqueza.” (Capítulo 6)

 

Heinlein no aboga por destruir los aspectos básicos de la democracia. Al menos, no por completo. Se sobreentiende por los diálogos que, pese a vivir en una democracia, los ciudadanos participan en la política. Pero sí que critica ferozmente que la participación política se presuponga por el mero hecho de haber nacido. En el mundo imaginado por Heinlein, el sufragio debe ganarse. ¿Quieres votar para decidir sobre el destino de la sociedad? Entonces debes demostrar que la sociedad te importa de verdad. El sufragio, sea cual sea su alcance, no se tiene por nacimiento. Debes ganártelo. ¿Quién decide el precio del sufragio? El dictador. Obviamente, esto puede verse como un elemento distópico, pero desde luego muy alejado de la salvaje 1984 o el absolutamente alienante mundo feliz huxleyano.

Por contra, las habituales críticas a la burocracia en las novelas y relatos del autor no aparece en el universo de Starship Troopers. Más bien, al contrario: la Armada tiene su propia burocracia pero funciona a la perfección, orientada (con éxito) a sacar el máximo partido posible a cada hombre al menor coste posible, así como a desarrollar todo lo necesario con la mayor eficiencia en el momento preciso, desde la recogida de los soldados en batalla hasta la distribución del correo. No podía faltar, evidentemente, la crítica al comunismo, descrito como un “gran fraude” por el profesor Dubois. También, por boca de Rico, se lo califica como un sistema inhumano, aunque potencialmente eficiente para otras especies que no fuesen la humana (lo cual es una crítica despiadada al cuadrado):

 

“Cada vez que matábamos mil Bichos a costa de un soldado era como una victoria para ellos. Nosotros aprendíamos, ¡y a qué precio!, cuán eficiente puede ser un comunismo total si lo utilizan gentes adaptadas realmente a ello merced a la evolución. A los comisarios Bichos no les importaba más el perder soldados que a nosotros emplear municiones.” (Capítulo 11)

Sin embargo, Heinlein se centra no tanto en desprestigiar la democracia (o el comunismo) como en defender el sistema presentado en la novela.

En cuanto a la limitación del sufragio a un grupo concreto de la población, el mayor Reid arguye que eso siempre se ha hecho, pero que las limitaciones pretéritas no tenían sentido:

»Todos los sistemas han tratado de conseguirlo limitando los derechos de ciudadanía a aquellos a los que se juzgaba con la sabiduría suficiente para usarla con justicia. Repito: todos los sistemas, incluso las llamadas «democracias sin límites», excluían de los derechos de ciudadanía a no menos de la cuarta parte de su población por razones de edad, nacimiento, censo, antecedentes criminales u otras causas.

Sonrió cínicamente y prosiguió:

—Nunca he comprendido que un subnormal de treinta años pueda votar con mayor sabiduría que un genio de quince, pero ésa era la época del «derecho divino del hombre común». No importa. Ya pagaron por su locura.” (Capítulo 12)

 

El hecho de la concesión del derecho a voto en base al servicio militar se justifica así:

 

“[Nuestros votantes] no tienen una sabiduría especial, ni talento o adiestramiento en cuanto a sus tareas soberanas. Por tanto, ¿qué diferencia hay entre nuestros votantes y los que votaban como ciudadanos en el pasado? Ya hemos supuesto bastantes cosas. Voy a declarar lo que es obvio: bajo nuestro sistema, todo votante, y todo el que tiene un cargo, es un hombre que ha demostrado, en el servicio voluntario y difícil, que pone el bienestar del grupo por delante de sus ventajas personales.” (Capítulo 12)

Evidentemente, esto podría parecer tan arbitrario como cualquier otra limitación, pero Heinlein lo justifica en base a dos hechos. El primero, en que su sistema lleva ya varias generaciones funcionando bien. El segundo, en base a la situación previa, es decir, a cómo era la sociedad en tiempos de las democracias (nuestro tiempo):

"Recordé de pronto una discusión en nuestra clase de historia y filosofía moral. Dubois hablaba sobre los desórdenes que precedieron al colapso de la república de Norteamérica, allá en el siglo XX. Según él, antes de que todo se viniera abajo hubo un período en el que crímenes como el de Dillinger [matar una niña] eran tan corrientes como las peleas de perros. El Terror no sólo se hallaba implantado en Norteamérica; Rusia y las Islas Británicas lo sufrían también, así como otros países. Pero llegó al colmo en Norteamérica poco antes de que la civilización se hiciera pedazos.

Las gentes cumplidoras de la ley —nos había dicho Dubois— apenas se atrevían a ir a un parque público por la noche. Hacerlo suponía correr el riesgo de verse atacados por jóvenes salvajes armados con cadenas, cuchillos, pistolas de fabricación casera o porras, y como mínimo resultar herido, robado con toda seguridad o quedar inválido de por vida, o muerto incluso. Tal estado de cosas duró muchos años, hasta que estalló la guerra entre la Alianza ruso-anglo-americana y la Hegemonía china. El asesinato, el vicio, las drogas, el robo, los asaltos y el vandalismo estaban a la orden del día. Y no sólo ocurría en los parques, no, sino también en las calles y a plena luz del día, en los alrededores de las escuelas, incluso en el interior de las mismas. Pero los parques, sobre todo, eran tan peligrosos que las gentes honradas se alejaban de ellos en cuanto caía la noche.

Yo había intentado imaginar que aquello ocurriera en nuestras escuelas, y sencillamente me había resultado imposible. Ni en nuestros parques. Un parque era un lugar para divertirse, no para que te atacaran. En cuanto a que te mataran en uno de ellos…

—Señor Dubois, ¿acaso no tenían policía? ¿Ni tribunales?

—Tenían mucha más policía que nosotros. Y más tribunales. Y todos sobrecargados de trabajo." (Capítulo 7)

 

Por lo tanto, la justificación de la revuelta militar que impuso el nuevo orden se fundamenta no en la ambición personal de un dictador, sino en algo que todos queremos: seguridad para nosotros y nuestros seres queridos. Heinlein busca soluciones drásticas a problemas graves, pero no busca utopías, porque su concepción del ser humano no es divina ni idealista, sino que se basa en la condición de animal que, en esencia, es. Por lo tanto, no hay una bondad intrínseca a la que apelar ni utopía alguna que buscar. La moral es una construcción social que debe desarrollarse científicamente y establecerse por la fuerza.

 

"—Estoy de acuerdo. Jovencita, el trágico error de lo que hicieron aquellas gentes bien intencionadas, en contraste con lo que ellos creían hacer, tiene raíces muy profundas. Porque ellos no tenían una teoría científica de la moral. Sí tenían una teoría de valores morales, y trataban de vivir de acuerdo con ella (no debería haberme burlado de sus motivos), pero su teoría era errónea: un cincuenta por ciento de sueños quiméricos y otro cincuenta por ciento de charlatanería racionalizada. Cuanto más ansiosos estaban de obrar bien, más se alejaban de la verdad. Verá, ellos suponían que el hombre tiene un instinto moral.

—¿Cómo, señor? Bueno, lo cierto es que sí lo tiene. ¡Yo lo tengo!

—No, querida, usted tiene una conciencia cultivada, y muy cuidadosamente adiestrada. El hombre no tiene instinto moral. No nace con sentido moral. Usted no nació con él, ni yo, como no lo tiene el cachorro. Nosotros adquirimos el sentido moral, si es que lo adquirimos, mediante el adiestramiento, la experiencia y el sudor de la mente. Esos desgraciados criminales juveniles nacían sin sentido moral, igual que usted y que yo, pero no tenían oportunidades de adquirirlo; su experiencia no se lo permitía. ¿Qué es el sentido moral? Es una elaboración del instinto de supervivencia. El instinto de supervivencia está en la misma naturaleza humana, y todo aspecto de nuestra personalidad deriva de él. Todo lo que entra en conflicto con el instinto de supervivencia actúa, más pronto o más tarde, para eliminar al individuo, y por tanto deja de aparecer en las generaciones futuras. Esta verdad es matemáticamente demostrable, y comprobable en todas partes. Es el imperativo eterno que controla todo lo que hacemos.

»Pero el instinto de supervivencia puede cultivarse en motivaciones más sutiles y mucho más complejas que el instinto ciego y brutal del individuo por seguir vivo. Jovencita, lo que usted llamó «su instinto moral» no es más que lo que le enseñaron sus mayores: la verdad de que la supervivencia puede tener imperativos más fuertes que los de la suya personal. La supervivencia de su familia, por ejemplo. O de sus hijos, cuando los tenga. O de su nación si seguimos ascendiendo por la escala. Una teoría científicamente comprobable de los valores morales debe estar arraigada en el instinto de supervivencia del individuo, ¡y en nada más!, y debe describir correctamente la jerarquía de supervivencia, observar las motivaciones a cada nivel y resolver todos los conflictos.

»Nosotros disponemos ahora de esa teoría, y podemos resolver cualquier problema moral a cualquier nivel. El propio interés, el deber para con la familia, el deber hacia el país, la responsabilidad hacia la raza humana… Incluso estamos desarrollando una ética exacta para las relaciones extrahumanas. Pero todos los problemas morales pueden ilustrarse con esta cita: «Ningún hombre es capaz de más amor que una gata que muere por defender a sus gatitos». Una vez comprenda usted el problema al que se enfrenta esa gata, y cómo lo resuelve, entonces podrá examinarse y descubrir hasta qué punto de la escala moral está dispuesta a subir.

»Esos delincuentes juveniles estaban en el nivel más bajo. Nacidos únicamente con el instinto de supervivencia, la moralidad más elevada a la que llegaban era una débil lealtad hacia los grupos de sus pares, las pandillas callejeras. Pero aquellos «empeñados en hacer el bien» intentaban «apelar a sus mejores instintos» «llegar hasta ellos», «prender la chispa de su sentido moral». ¡Bobadas! Ellos no tenían «mejores instintos»; la experiencia les enseñaba que lo que hacían era su modo de sobrevivir. El cachorro jamás recibió su zurra; por tanto, lo que hacía con placer y con éxito debía de ser «moral».

»La base de toda moralidad es el deber, un concepto con la misma relación con respecto al grupo que el interés egoísta tiene con respecto al individuo. Nadie predicaba el deber a aquellos chicos de modo que pudieran entenderlo, es decir con una zurra. No obstante, la sociedad en que vivían les hablaba constantemente de sus «derechos». (Capítulo 8)

 

Evidentemente, estas justificaciones de la dictadura militar de la novela son cuestionables. Sin embargo, es obvio que Heinlein está planteando cuestiones muy profundas: ¿hay un bien absoluto y una bondad innata en el ser humano? ¿Los derechos de aquellos que hacen daño deben ponerse al mismo nivel que los de aquellos que no hacen daño? ¿El uso de la fuerza es siempre censurable, aunque haya casos en los que aporte dolor a quienes causan sufrimiento a los demás, salvaguardando la integridad de los buenos ciudadanos? Es difícil no ver en estos planteamientos una de las grandes sombras de nuestra sociedad actual: la creciente inseguridad en las calles en algunas grandes ciudades y la aparente incapacidad de los gobiernos democráticos para erradicarla.

Por otro lado, aunque es algo complicado aceptar que se niegue el derecho a voto a quienes simplemente quieren vivir su vida sin preocuparse de nadie más que de ellos mismos (entendiendo que no tienen intención de dañar a nadie) o que no estén dispuestos a sacrificar su vida por la comunidad, este elemento extremo y obviamente rechazable de la sociedad imaginada por Heinlein pone sobre la mesa una cuestión importante: la meritocracia.  ¿Todo voto debe valer igual? ¿Todo candidato a gobernante es igualmente legítimo? ¿No sería mejor una tecnocracia que se fundamentase en la capacidad técnica de cada votante o alto funcionario público? Pero, en caso de decantarnos por esta opción…¿qué mecanismos habría para fiscalizar a los técnicos para cerciorarnos de que cumplen con la sociedad en vez de satisfacer sus propios intereses?

La respuesta a todas las preguntas que pueden hacerse a partir de la lectura de Tropas del espacio sobrepasan el objetivo de esta reseña, cuya finalidad es despertar el interés por una novela que, mucho más allá de ser una obra maestra literaria, plantea profundas cuestiones filosóficas y sociopolíticas, algunas de rabiosa actualidad.

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