Separar la obra del autor

Publicado el 21 de septiembre de 2025, 13:15

En esta época de hipersensibilización y afán por autoconcederse medallas a la virtud moral es bastante habitual ver cómo en el mundo artístico (sea literario, cinematográfico, musical o de cualquier otro ámbito) se defenestran socialmente a autores (lo que hoy en día se llama “cancelar”) debido a sus opiniones en determinadas cuestiones. 

 

Hay numerosísimos casos en los últimos años, siendo el más reciente además de el más conocido, el de J. K. Rowling, ínclita autora de Harry Potter. Desde 1997 hasta 2020 la obra de Rowling apasionó a millones de lectores en todo el mundo. Se veía como una de las grandes obras de la literatura no sólo por su buena calidad y su maravillosa historia que ganaba en profundidad, madurez e intensidad en cada libro, sino también porque inició en la lectura a millones de jóvenes. Pero a principios de la década actual Rowling fue objeto de una campaña de acoso por redes sociales (que, en ocasiones, llegó a la vida real) debido a sus opiniones sobre la transexualidad.

Otro ejemplo no demasiado lejano fue Robert A. Heinlein, cuyas obras dejaron de editarse por muchas editoriales a raíz de la polémica desatada por su novela Tropas del espacio, que mucha gente interpretó (aunque esto sólo fue problemático años después de su publicación 1959) como una defensa del autoritarismo e incluso del fascismo, pues en dicha obra no sólo se describía una sociedad distópica y militarista, sino que se justificaba su existencia.

Por último, pondremos el ejemplo de H. P. Lovecraft. Aunque el maestro de Providence nunca ha dejado de leerse y cuenta con una legión de fanáticos que lo reivindican (entre los que me cuento), su busto fue retirado del World Fantasy Awards debido al racismo que el escritor de horror cósmico profesaba de forma abierta y sincera.

 

¿Hay que separar la obra del autor? En la humilde opinión del que estas líneas escribe, sí. Hay que separar la obra del autor porque la ideología del escritor (sea la que sea) no desmerece en modo alguno su valor literario. En el caso de J. K. Rowling, sus ideas sobre el tema tabú de hoy en día no se plasma en modo alguno en su obra, pues no hay absolutamente ninguna referencia al colectivo transexual en ninguno de los siete libros de Harry Potter. Ahora bien, hay casos en los que la propia ideología del autor sí se plasma, de forma más o menos clara, en sus novelas. Caso muy claro es el de Lovecraft. El racismo visceral que expresa en algunas de sus cartas puede rastrearse muy clara y explícitamente en varios de sus relatos, como en El horror de Red Hook. Y además, la cosa no queda aquí, sino que su asco y desprecio hacia otras razas o etnias (que iba desde los negros hasta los italianos e irlandeses) es parte nuclear de su universo literario: lo abominables que son las entidades exteriores y la repugnancia que causan son un reflejo de lo que él sentía hacia todo tipo de extranjeros, algo muy patente en obras como La Sombra sobre Innsmouth. ¿Se pueden crear entidades exteriores dentro del universo de Lovecraft sin ser racista? Por supuesto. ¿El racismo es un elemento fundamental de la obra de Howard Phillips? Como ya hemos apuntado, sí. En tal caso, ¿deberíamos dejar de leer a Lovecraft o, al menos, advertir sobre este aspecto de su literatura? La respuesta es un tajante no. Tanto si la ideología del autor de una obra no puede captarse en su obra como si es totalmente explícita y sea cual sea dicha ideología, nunca debe despreciarse la obra por este motivo ni, muchísimo menos, censurarse; a menos que consideremos que somos una sociedad infantil cuyo consumo de ficción debe ser tutelado por el estado según las directrices de una especie de guardianes de la moral. Y un servidor cree que esto es deleznable, no sólo porque considero adultos a los adultos, sino también porque una parte importante de la madurez intelectual (incluso de la formación previa a esta madurez) consiste precisamente en exponerse a la diversidad de opiniones, puntos de vista e ideas para dirimir entre lo que es válido o no, entre lo que uno acepta y lo que no acepta. Si elegimos lo otro, es decir, la tutela del estado según la opinión de unos cuantos moralistas, estaríamos tratando a los adultos como niños y a los jóvenes en camino de ser adultos como ovejas a las que hay que guiar por un camino recto; estaríamos actuando como si la mayoría de la gente fuese idiota, como si la sociedad estuviese compuesta en su casi totalidad por imbéciles que necesitan de una guía externa a su criterio. También estaríamos negando realidades que existieron en el pasado y que hay que conocer. El racismo de Lovecraft, que en ocasiones llega a lo cómico (en las cartas), era algo habitual en su época. No podemos simplemente hacer como que no existió. Somos millones los fanáticos de Lovecraft y me atrevería a decir que muy pocos son racistas (y, los que lo sean, dudo mucho que lo sean por haber leído a Lovecraft). No, leer El horror de Red Hook o La sombra sobre Innsmouth no te convertirá en racista, del mismo modo que leer Tropas del espacio no hará que sientas atracción por el totalitarismo estatal ni ver una y mil veces esa magnífica película que es El Triunfo de la Voluntad (una maravillosa obra del cine y, al mismo tiempo, propaganda nacionalsocialista encargada por Hitler) hará que te conviertas en un admirador del pintor austríaco. Tampoco te afiliarás a Falange Española por leer poetas como Luis Rosales o Rafael Sánchez Mazas ni te pondrás a cantar el himno soviético cada mañana por leer a Miguel Hernández (ni siquiera con su poema Rusia).

 

Esta práctica o, cuanto menos, intención de querer sacar de la circulación a escritores debido a que tienen una ideología “problemática” (aunque esto queda a la opinión de cada cual: hay quien abomina de las ideas de Rowling y también hay quien las comparte) es un síntoma de nuestro tiempo, una época en la que la corrección política se ha adueñado de muchos debates públicos y el azote de una inquisición social que se cree detentadora de la verdad absoluta y de una moral intachable, así como de una necesidad enfermiza de validación social y de ostentar una virtud impoluta, amenaza con el ostracismo público a quienes se distancien mínimamente de un relato prefabricado y facilón, modelado más para repetirse con eslóganes pomposos que para enfrentar sosegados debates.

 

Toda obra literaria debe estar disponible para su lectura por quien quiera leerla y todo autor debe tener la libertad de escribir y opinar lo que quiera. Si alguien considera que lo que opina y escribe ese autor es despreciable, puede hacer uso de su palabra para criticarlo y rebatir lo que crea conveniente. Pero la censura y la cancelación nunca deberían ser un herramientas a utilizar. Esto nos llevaría a otro de los grandes males del mundo literario actual, muy relacionado con el que aquí se ha expuesto: el afán por modificar ciertas obras literarias para no “herir sensibilidades”; pero esto lo trataremos en otro artículo.

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